domingo, 14 de febrero de 2010

Estuve en Andalucía...


Una noche fresca. Cruzo la Plaza de Santa Cruz de Sevilla y me dirijo al bar “Tablao Los Gallos”- es este uno de esos lugares donde se reúnen grandes artistas flamencos con admiradores de dicho arte. Sé que en el bar sirven una paella deliciosa, no he venido por eso. He oído que centenares de artistas flamencos han actuado aquí. Que las noches aquí no tienen fin: una canción, otra, otra más... -¿Qué hora es? -Quién lo sabe..
De pronto se hace el silencio y en el escenario aparece una gitana: gorda vieja y fea. Apenas se mueve.. Pausadamente levanta los brazos, echa la cabeza hacia atrás, sus dedos empiezan a marcar el ritmo. Su cuerpo se pone te
nso. La mujer comienza su baile de manos que me recuerda el vuelo de un ave. La delicadeza hechizante se rompe con un firme golpe de los tacones. Su cuerpo se convierte en una antorcha encendida. El espectáculo sigue...


O mejor así…


Santiago, un barrio gitano de Jerez de la Frontera: el Centro Andaluz de Flamenco. Hace ya un par de horas que estoy aquí, aturdida por la riqueza de este lugar. ¡Realmente hay de todo!: fotografías, discos, películas, letras de canciones, instrumentos. Todo relacionado con el flamenco. Hago un descanso para tomar un café y hablar con el hombre de al lado. Le pregunto por un auténtico lugar donde poder disfrutar de la esencia del flamenco alejado de aquellos que llenan los turistas. Me responde que las mejores peñas (así se llaman estos lugares donde se vive el flamenco en su más puro espíritu) se sitúan en la periferia. También me comenta un espectáculo al que acudir. Es difícil conocer todo esto si no es por la gente local, el boca a boca es la única vía de transmisión.
Cae la noche. Un pequeño local lleno de gente. La gente sentada rodea el escenario. En escena 4 músicos. El público reacciona espontáneamente, se oyen incesantes gritos: “¡Olé!, ¡Olé!”. Hay también unos más extraños como “Vive la máquina escribir!”; así el publico solía premiar cada buena actuación. Es verdad, el tac-tac de los tacones realmente se parece al teclear de la máquina.
La gente no para de divertirse, ni siquiera en las pausas entre las actuaciones. Por todas partes se oyen aplausos y cantos. Después de la fiesta a nadie se le ocurre volver a casa, aunque estamos en plena noche. Siempre habrá alguien que, estimulado por una copa de fino, tendrá ganas de mostrar su talento musical o danzante. Tras unos compases, de repente surgen otros “bailaores” o “cantaores”. La fiesta se traslada a la calle. Ahora cantan todos- hombres, mujeres, jóvenes y mayores. Se oyen gritos, cantos, carcajadas, palmas y pitos. Alguien saca una guitarra... Ya sé como solían ser las famosas juergas, esas fiestas espontáneas en los barrios gitanos.


¿… o quizás así?


Subo por la Placeta de Toqueros, una callejuela empedrada, estrecha y escarpada. A la luz de una farola noto que no soy la única. Esta procesión de sombras va para experimentar un misterio oculto. ¿Dónde? Eso lo saben sólo ellos: en la peña La Platería, el club más antiguo de Granada y de todo el mundo.

Estrujando un vaso de sangría fresca, un componente indispensable en las noches como ésta, entro por la puerta. Al final de la sala, muy extensa, veo un estrado, detrás del cual advierto un retrato enorme de una bailaora. La mujer del cuadro, con un cuerpo encorvado y con los brazos levantados al cielo, alza con respeto una guitarra. Desde las paredes blancas me están mirando los músicos y cantaores pintados con los trajes tradicionales. Y desde las fotografías, colgadas en estas paredes, las celebridades tanto locales, como internacionales que han actuado en este local.
En la escena, dos sillas vacías. Se apaga la luz, callan las voces y, en la lluvia de aplausos, despacito, sale un guitarrista. Viejo y calvo. Una luz aguda apuntada  al instrumento ilumina las cuerdas y los dedos, mientras que la cara del músico, la deja en penumbra. El primer acorde corta el aire por la mitad, luego un paso suave, un solo del guitarrista y otro acorde, que esta vez termina la canción. Se oyen gritos que de pronto callan cuando el cantaor arranca el tono. Cierro mis ojos. Un tiento, triste y melancólico, pasa despacio como una lágrima que cae por la mejilla, para de vez en cuando saltar y con toda la furia vocear su lamento.


Nunca he estado en Sevilla, Jerez o Granada. Éstas son las imágenes que me sugiere mi imaginación. Y son pintadas con escenas de películas, libros, periódicos y fotografías. Sin embargo, sé que algún día experimentaré esta inédita sensación de sentir el flamenco.


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